Nunca llueve sobre el Sáhara, un libro de relatos

Fotografia de Diego Martinez Carulla
Fotografía por Diego Martínez Carulla ©

Cuando se tiene la suerte de ser amigo de Pedro Martínez, se sabe que, casi con seguridad, uno va a poder disfrutar del privilegio de asistir a los primeros días de vida de alguno de sus relatos.

No quiere eso decir que el relato nos llegue balbuceante ni desdibujado, a la espera de mano firme que lo ponga en pie. Muy por el contrario, su solidez y frescura hacen que uno se encoja y compruebe, una vez más, que el talento para narrar no está reñido con la emoción que sabemos guió la mano del autor en la tarea.

Nunca llueve sobre el Sáhara es una buena muestra de lo que queremos decir. A lo largo de los 18 cuentos que componen el libro, se recorren tantos universos como recuerdos y esperanzas caben en el alma de un hombre que, a sus años, puede permitirse el lujo de pactar con el diablo en los mejores términos, pues son tantas las sensaciones que se trasmiten en los espacios entre líneas, como experiencias vividas en carne propia aparecen en la letra impresa.

La mirada de divertida curiosidad del niño que habita el mundo, no tan lejano, de Tarde de sábado, contrasta con la amargura adulta que aún tiembla ante el verdadero nombre de las cosas. Cuando el abuelo nos daba permiso para cenar y los deberes se hacían en la misma mesa camilla en la que la madre escogía las lentejas, al calor del brasero y al olor de las ramas de romero quemadas.

Sólo la voz y la mirada de los niños tienen sentido en El río petrificado, donde la historia se quedó congelada en ese purgatorio al que iban las almas infantiles, según decía la maestra. Tantas historias calladas en la memoria de tantos. Cuantas pequeñas orejas pegadas a las puertas, intentando comprender…

También su amada tierra, Asturias, aparece en los relatos para cobijar en sus cuevas a los últimos maquis, en El silencio del valle a los enamorados de las xanas, ninfas del agua cuyo canto y belleza les llevaba hasta la locura, en Hilo de oro; al triste cuélebre, de La mar tapada, todos aquellos que, embrujados por leyendas o ideas, recorrían los mismos montes en busca de amores imposibles.

Resulta sorprendente la magnífica memoria de la que hace gala Pedro Martínez al recrear, con todo lujo de detalles, momentos que nos devuelven a una juventud, ya lejana en el tiempo, en relatos tan evocadores como Todos eran iguales, menos uno; Disparos en un parquin o Toubkal, haciendo posible la visión de una imagen caleidoscópica tan nítida que nos permite volver a sentir con idéntica emoción los viajes, la música, los desamores, las puestas de sol, las fiestas con amigos, los olores de la tierra, las pequeñas traiciones… vivencias, al fin y al cabo, de las que se nutrió toda una generación, hija de la posguerra española, y preocupada por hacerse oír por encima del estruendo de la Fiesta Nacional.

El buen oficio con el que se tejen las historias en relatos como La soledad de la gata, El botones, El Viento, La mano inocente o El abrazo, y el aire que se respira en Jugando con Alicia y Ahora que te vas…, pequeño homenaje a los juegos que tanto le gustaban al último cronopio, confirman la teoría de que «un cuento es una historia contada de la única manera posible» y en este libro, en el que no sobra ni falta una sola coma, hay tantas formas distintas de contar historias como relatos figuran en el índice, habitados por personas de carne y hueso, de una humanidad tal que dan ganas de preguntar al autor qué ha sido de ellos, mujeres-frontera como Myriam Anita, Aura, Engracia, Paqui, Carmela… hombres compactos como Dionisio, Paco o Ramón, don Pablo, el tío Luís, Jacinto… y los niños, esos niños que fuimos y que ahora nos devuelve el espejo gracias a la magia de las palabras en manos de tan buen artesano.

Y lloverá en el Sáhara tantas veces como queramos, siempre y cuando seamos capaces de leer entre las líneas de un texto, oír los sonidos que escapan del silencio, cuando los mensajes que enviamos naveguen paralelos a los mensajes que recibimos sin que ello nos turbe, cuando venzamos el miedo a la muerte con las mismas armas con las que aprendimos a combatir en la vida, cuando sepamos trasmitir a nuestros hijos que lo mejor de esa vida es gratis y nadie puede arrebatárnoslo y, sobre todo, cuando no perdamos la capacidad innata de reírnos de nosotros mismos, de lo que el autor de este libro da sobradas muestras. Gracias a cierta literatura y gracias a algunos escritores, muchos de nosotros nos reconciliamos diariamente con el mundo con el único propósito de seguir disfrutando de libros como éste.

Carmen Ropero
febrero de 2008