Nunca llueve sobre el Sáhara, un libro de relatos

Fotografia de Diego Martinez Carulla
Fotografía por Diego Martínez Carulla ©

Cuando se tiene la suerte de ser amigo de Pedro Martínez, se sabe que, casi con seguridad, uno va a poder disfrutar del privilegio de asistir a los primeros días de vida de alguno de sus relatos.

No quiere eso decir que el relato nos llegue balbuceante ni desdibujado, a la espera de mano firme que lo ponga en pie. Muy por el contrario, su solidez y frescura hacen que uno se encoja y compruebe, una vez más, que el talento para narrar no está reñido con la emoción que sabemos guió la mano del autor en la tarea.

Nunca llueve sobre el Sáhara es una buena muestra de lo que queremos decir. A lo largo de los 18 cuentos que componen el libro, se recorren tantos universos como recuerdos y esperanzas caben en el alma de un hombre que, a sus años, puede permitirse el lujo de pactar con el diablo en los mejores términos, pues son tantas las sensaciones que se trasmiten en los espacios entre líneas, como experiencias vividas en carne propia aparecen en la letra impresa.

La mirada de divertida curiosidad del niño que habita el mundo, no tan lejano, de Tarde de sábado, contrasta con la amargura adulta que aún tiembla ante el verdadero nombre de las cosas. Cuando el abuelo nos daba permiso para cenar y los deberes se hacían en la misma mesa camilla en la que la madre escogía las lentejas, al calor del brasero y al olor de las ramas de romero quemadas.

Sólo la voz y la mirada de los niños tienen sentido en El río petrificado, donde la historia se quedó congelada en ese purgatorio al que iban las almas infantiles, según decía la maestra. Tantas historias calladas en la memoria de tantos. Cuantas pequeñas orejas pegadas a las puertas, intentando comprender…

También su amada tierra, Asturias, aparece en los relatos para cobijar en sus cuevas a los últimos maquis, en El silencio del valle a los enamorados de las xanas, ninfas del agua cuyo canto y belleza les llevaba hasta la locura, en Hilo de oro; al triste cuélebre, de La mar tapada, todos aquellos que, embrujados por leyendas o ideas, recorrían los mismos montes en busca de amores imposibles.

Resulta sorprendente la magnífica memoria de la que hace gala Pedro Martínez al recrear, con todo lujo de detalles, momentos que nos devuelven a una juventud, ya lejana en el tiempo, en relatos tan evocadores como Todos eran iguales, menos uno; Disparos en un parquin o Toubkal, haciendo posible la visión de una imagen caleidoscópica tan nítida que nos permite volver a sentir con idéntica emoción los viajes, la música, los desamores, las puestas de sol, las fiestas con amigos, los olores de la tierra, las pequeñas traiciones… vivencias, al fin y al cabo, de las que se nutrió toda una generación, hija de la posguerra española, y preocupada por hacerse oír por encima del estruendo de la Fiesta Nacional.

El buen oficio con el que se tejen las historias en relatos como La soledad de la gata, El botones, El Viento, La mano inocente o El abrazo, y el aire que se respira en Jugando con Alicia y Ahora que te vas…, pequeño homenaje a los juegos que tanto le gustaban al último cronopio, confirman la teoría de que «un cuento es una historia contada de la única manera posible» y en este libro, en el que no sobra ni falta una sola coma, hay tantas formas distintas de contar historias como relatos figuran en el índice, habitados por personas de carne y hueso, de una humanidad tal que dan ganas de preguntar al autor qué ha sido de ellos, mujeres-frontera como Myriam Anita, Aura, Engracia, Paqui, Carmela… hombres compactos como Dionisio, Paco o Ramón, don Pablo, el tío Luís, Jacinto… y los niños, esos niños que fuimos y que ahora nos devuelve el espejo gracias a la magia de las palabras en manos de tan buen artesano.

Y lloverá en el Sáhara tantas veces como queramos, siempre y cuando seamos capaces de leer entre las líneas de un texto, oír los sonidos que escapan del silencio, cuando los mensajes que enviamos naveguen paralelos a los mensajes que recibimos sin que ello nos turbe, cuando venzamos el miedo a la muerte con las mismas armas con las que aprendimos a combatir en la vida, cuando sepamos trasmitir a nuestros hijos que lo mejor de esa vida es gratis y nadie puede arrebatárnoslo y, sobre todo, cuando no perdamos la capacidad innata de reírnos de nosotros mismos, de lo que el autor de este libro da sobradas muestras. Gracias a cierta literatura y gracias a algunos escritores, muchos de nosotros nos reconciliamos diariamente con el mundo con el único propósito de seguir disfrutando de libros como éste.

Carmen Ropero
febrero de 2008

Reseñas

Nunca llueve sobre el Sáhara

por

Víctor Montoya

 

El reciente libro de Pedro M. Martínez, compuesto por 18 relatos, hace gala de la destreza narrativa del autor, quien recrea los hechos y personajes que marcaron su vida. Hay remembranzas que afloran con nitidez y precisión, y otros que se mueven en la línea exacta donde confluyen la realidad y la ficción. No cabe duda de que la memoria es una fuente inagotable en materia literaria y un crisol en el cual se funden las aventuras de la imaginación.

El autor, en una suerte de viaje en el tiempo y el espacio, nos invita al territorio de su infancia, donde constatamos el primer beso que le dio a la hija de la pipera, el trato cariñoso de su madre y la actitud afable de su padre, quien trabajaba en la construcción, suspendido como una alondra entre los andamios de madera. Asimismo, en Tarde de sábado, el primer relato de este fabuloso libro, nos familiarizamos con un tío flacuchento, enamorado y contador de historias de la guerra civil, y un profesor que maravilla a los alumnos con sus ocurrentes frases.

No podía faltar la presencia de su abuelo comunista, quien, además de hablar de vendavales y ciclones, estaba consciente de que «hasta la madre naturaleza sabe que para progresar hay que destruir. El paso tranquilo del tiempo nunca ha cambiado nada. Es un hecho objetivo de la historia». Sabias las enseñazas de este abuelo que, aparte de valorar los buenos muslos de una hembra, amaba el mar cantábrico y vivía obsesionado con el viento. El abuelo, protagonista inolvidable y simpático, sufrió también los abusos de la Brigada Político Social de Franco y pasó un tiempo en la cárcel de Oviedo, sin más acusaciones que las imputadas a quienes expresaban las ideas de los enamorados de la libertad y la justicia, y repetían de memoria las célebres frases del Manifiesto: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo…».

La escuela ocupa un lugar privilegiado entre los relatos, no sólo porque es la institución oficial de la enseñanza y el aprendizaje, sino también porque en ella se inculcan las ideas de las clases dominantes, las creencias religiosas y las supersticiones de antaño. De ahí que en El río petrificado se destaca el temor de un niño ante la muerte, sobre todo, cuando la maestra le confirma que los pecadores se van al Infierno, a sufrir durante toda la eternidad para espirar sus horribles pecados. Y que la única manera de evitar este cruel castigo es honrar a los padres y comulgar todos los domingos. Amar a Dios, a la Patria y al Caudillo.

La literatura, revestida con valores éticos y estéticos, permite canalizar de manera efectiva los sentimientos de protesta de quienes no comparten las normas establecidas por un régimen dictatorial ni los sermones de una Iglesia retrógrada. El autor, con la potestad de decisión sobre el destino de su obra, se convierte en un faro que ilumina el camino de la lógica y la razón, induciendo al lector hacia una temática que, con ingenio y conocimiento de causa, revela una de las etapas más sombrías de la historia contemporánea de España, donde la dictadura de Franco caló hondo en la mente y la conducta de millones de ciudadanos amordazados por la censura y amedrentados por los crímenes de lesa humanidad.

Pedro M. Martínez, con los atributos que caracterizan a un buen narrador, logra conjugar la imaginación y el verbo. Sus protagonistas, lejos de parecerse a los héroes inmortales de las películas, están hechos de carne y hueso, y, por eso mismo, son inmediatamente reconocidos por el lector que respira junto a ellos, como si se tratara de familiares o amigos que, urgidos por la necesidad de contar sus vidas, buscan la complicidad de alguien predispuesto a compartir sus tristezas y alegrías.

La inmigración latinoamericana se refleja en dos de los relatos. Ahí tenemos a la peruana Myriam Anita, asistente social en casa de un anciano, y a la ecuatoriana Aura Esthela, quien llegó a España como la mayoría de los indocumentados que, sin tener «papeles» de residencia ni de trabajo, abandonan sus países de origen en busca de mejores condiciones de vida, aun sabiendo que sus sueños pueden trocarse en pesadillas. Son personas que luchan día a día para llevarse el pan a la boca y enviar puntualmente las remesas a sus familias que depositan todas sus esperanzas en estos seres acostumbrados a la discriminación y al apelativo de «sudacas». La soledad y el desarraigo del inmigrante están retratados vivamente en La soledad de la gata, que fue finalista en el segundo concurso de relatos de UGT y el Ayuntamien­to de Alcobendas, convocado bajo el lema «Inmigración, emigración e interculturalidad».

Algunos de los personajes, como Joaquín en La mano inocente, encarnan la pobreza en la cual estaban sentenciados a vivir los más desposeídos durante la posguerra. Los contrastes sociales eran tan evidentes que incluso los perros de las damitas de alcurnia tenían un trato más digno que los labradores del campo y los parias de la ciudad. Sin embargo, como no existe pobreza ni riqueza que resista la tentación de la carne, Joaquín se siente atraído por las voluptuosidades de una de las vecinas de su abuela. El autor describe con elegancia la lujuria del joven protagonista y la sensualidad de Engracia; una cuarentona de ojos verdes, que tiene el fuego de la pasión a flor de piel y un cuerpo apto para conducir a Joaquín hasta el umbral de las sensaciones más fuertes de la condición humana, con palabras que incitan al amor: «Ven, mi cielo, te voy a enseñar algo que quieren hacer todos los hombres».

En El botones, que obtuvo el primer premio en el Certamen de Relato Breve de la Asociación Amigos del Foro Cultural de Madrid en 2006, se retoma el tema de la sexualidad masculina, recordándonos que la simple fotografía de una mujer desnuda provocaba aspavientos en una época en que la mojigatería moralizante era moneda corriente. En la España franquista, como es sabido por todos, se tuvo que esperar el «destape» y el retorno a la democracia, para que los curas se quitaran la venda de los ojos y los guardianes de las «buenas costumbres conyugales» aceptaran que la sexualidad es uno de los impulsos más naturales del ser humano. Y, por consiguiente, uno de los motores principales del arte en general y de la literatura en particular.

Pedro M. Martínez, como todo viajero ansioso por tragarse el mundo, nos cuenta, en Disparos en un parquin, las experiencias de un grupo de amigos que, metidos en un viejo Renault 12 azul, ven cruzar coches Mercedes y Volkswagen por las carreteras de Hamburgo, mientras escuchan la música de Serrat y José Luis Perales, sin más pensamiento que aspirar aire libre, forrar el estómago con bocatas, cervezas y descansar el cuerpo sobre colchonetas. De hecho, el relato está protagonizado por jóvenes dispuestos a vivir una aventura bien vivida y recorrer el mundo dentro de un coche destartalado. No era extraño que los jóvenes de los años ’60 y ’70 estuviesen decididos a ampliar sus conocimientos y conquistar nuevos horizontes para dejar de ser provincianos y considerarse ciudadanos de un mundo cada vez más moderno y globalizado.

Los viajes siguen y se prolongan en Nunca llueve sobre el Sáhara. De las carreteras asfaltadas de Alemania se pasa a la llanura de Marrakech y a las cumbres del Toubkal, donde los protagonistas escalan con la ayuda de crampones, cuerdas, piolet y la firme decisión de alcanzar la cima más elevada entre las paredes de hielo y experimentar la sensación de un pájaro de alto vuelo. La lectura, pasito a paso, se hace apasionante en Toubkal, que fue finalista en los Certámenes Literarios de la Universidad Popular de Alcorcón en 2005.

Por otra parte, de un modo consciente o inconsciente, el autor manifiesta su antifranquismo con perífrasis y expresiones inherentes en el texto y el contexto, como en los relatos El silencio del valle, El botones y Todos éramos iguales, menos uno. No faltan las escenas en las cuales se describen las fachas y los desmanes de los miembros de la guardia civil, sembrando el terror y el pánico entre los pobladores que se oponen a la dictadura sin más armas que el estoicismo y el silencio; un aspecto relevante en la obra de este escritor con vínculos familiares en Asturias, donde las fuerzas de oposición libraron las batallas más cruentas contra un régimen fascista que, con el respaldo del clero y la Falange, estaba decidido a perpetuarse en el poder como por mandato divino, mientras las cárceles y las fosas comunes se llenaban con los militantes de la izquierda republicana.

El último relato, que da nombre al libro, es una pieza literaria cuidadosamente hilvanada desde el principio hasta el final, sin más recursos que el manejo de un lenguaje efectivo que permite recrear, con soltura y lucidez, la entrañable relación existente entre un escritor entrado en años y una nieta intuitiva, cuya inteligencia simboliza el mensaje humanista metido en una botella de cristal, que, tras navegar a la deriva entre los libros de la gran industria editorial, llega a nuestras manos como cuando llegan las buenas noticias desde tiempos y lugares remotos.

Pedro M. Martínez, así como es capaz de convertir en materia literaria cualquier suceso de la vida real, con imágenes y palabras destinadas a revelar el alma humana, es también capaz de lucir un buen sentido del humor y una prosa llena de expresiones que están a medio camino entre las metáforas y las figuras de dicción.

Nunca llueve sobre el Sáhara, aunque incluye relatos publicados anteriormente en obras compartidas con otros autores, exige una relectura atenta no sólo porque es un mosaico rico en ejes temáticos y matices literarios, sino también porque confirma la madurez de un escritor que merece ser considerado con seriedad tanto por la crítica como por los lectores más exigentes de la actual literatura hispanoamericana.

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VÍCTOR MONTOYA es un escritor boliviano radicado en Estocolmo.

LITERATURA y COMPROMISO
Vídeo presentación de la obra literaria de Víctor Montoya

 

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Nunca llueve sobre el Sáhara

Historias quijotescas contadas por antiguas voces

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Obed González

 

Tiró un grito de pasión
a la gruta de un corazón y recibió ecos
Leopoldo González

 

Para realizar un escrito de creación literaria lo primero que se debe de tener en la pluma es pasión, porque sino se cuenta con este elemento la hoja en blanco carece de espíritu.

Nunca llueve sobre el Sáhara, de Pedro Martínez comienza con un relato en el cual un anciano -el Tío Luis- narra sus vivencias durante la Guerra Civil Española con detalles y ejemplos a su sobrino, y éste, como recoge el valor, la aventura y las pasiones humanas queda con la duda de qué es lo correcto y qué no lo es. En este cuento que lleva como título Tarde de sábado a mi parecer -tal vez en el inconsciente del autor- por la siguiente descripción: «Tan flaco y huesudo, mi tío. Dice mamá que tiene menos grasa que el caldo de un asilo. Da lo mismo lo que coma, sus picudos huesos amenazan con perforar las hombreras de la chaqueta. Se estira los dedos de las ma­nos, uno por uno, y escucha con atención cómo restallan las falanges…».

Y por la experiencia, lo valiente y soñador del personaje adulto de la historia, el narrador espiritualiza al Quijote, pero un Quijote después de reconocerse que es Alonso Quijano el Bueno, como si hubiese abierto  los ojos y se diera cuenta de la injusta realidad mientras él peleaba con molinos de viento.

El sobrino por la ingenuidad y lo cabeza dura me refiere al escudero Sancho Panza quien se hace cómplice del tío y de sus andanzas por la vida, como si el adulto dejara en el niño una enseñanza de sus locuras pero también de algunos valores que no cambian y otros que con el tiempo se transforman. Como si estos valores se reafirmarán en el niño al pedirle al tío igual que Sancho Panza al Quijote:

«No se muera vuestra merced, Señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer en esta vida un hombre es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie lo mate ni otras manos lo acaben que las de la melancolía»….

Hago énfasis en este primer cuento del libro porque es también el inicio, la antesala de lo que vendrá más adelante. Es la historia contada por antiguas voces a través de la pluma y el recuerdo de Pedro Martínez.

Considero que el libro está dividido en varios fragmentos, algunos con un sentido social y político durante varias fases de la vida de los diferentes personajes. Y otro, la vivencia del escritor representada a través de los protagonistas.

A mi parecer uno de los grandes aciertos de Martínez es la maravillosa forma de crear ambientes, si nos metemos de lleno a los relatos podremos percibir ese olorcito de la cocina antigua de la España de los años cuarenta y cincuenta. Ese aroma agridulce, delicioso que impregna al cerebro hasta crear una laguna en la planicie de la lengua.

Tuve la fortuna de encontrarme con un objeto recurrente en las historias de Nunca llueve sobre el Sáhara, que es… el cigarro -desde el primer caldo de gallina hasta llenar la biblioteca de humo al escuchar a Delibes (quien por cierto nunca fumaba ni bebía)-, me remite al hombre que toma y fuma para pensar qué es lo que va a escribir, como si el autor se retratara un poco en cada relato. Como si las nubes de humo fueran cortinas de recuerdos, sueños, como las disolvencias en una antigua cinta cinematográfica.

Las descripciones de las calles de Madrid; de las casas de Barcelona, de los autos sesenteros, las tabernas, los cañizales, las madreselvas, las wagnerianas rojas, la salsa de roquefort, las higueras, las cabezas de sardinas y los tomates desparramados entrelazados con los fusiles mexicanos de cinco tiros, las Luger Parabellum, 9 mm., de cachas color marrón. Esto y más dan profundidad y credibilidad a las narraciones. Siempre he afirmado -y no me cansaré de hacerlo- que para que una historia sea bien contada, debe ser descrita con gran imaginación y sentimiento, sentirse en el lugar de los hechos de la ficción. Nunca he estado de acuerdo con aquellos que creen que un cuento es la anécdota, porque lo único que denotan es su falta de lecturas -su ignorancia y flojera- y de amor por la literatura. En el caso de Nunca llueve sobre el Sáhara los ambientes y atmósferas están construidos con un vasto bagaje de lecturas anteriores y análisis literarios, esto lo podemos percibir por la construcción de párrafos, perfiles de personajes y diálogos. Si a esto le agregamos un ingrediente de más, un ingrediente que para mi punto de vista personal es de gran valía y riqueza, que es la poesía, estamos hablando de un libro que es redondo. La forma poética para perpetrar frases como la hecha en el último cuento, que también es la síntesis de todo el libro:

«Un pequeño drama sin importancia ante la grandeza del mar que se abre frente a nosotros, ante las nubes que desgarra el viento en la bóveda celeste de este planeta viajero de agua y carne fugaz».

Hermoso, realmente sublime, pulcro. Este pequeño poema en prosa dentro de la narración es de profundidad infinita, habla de una persona que sabe que no sólo la anécdota hace al cuento sino la manera de tratarlo, de hacerlo humano, una persona que sabe que somos un grano de arena en un mar de universos. Reafirma lo interpretado por muchos a través de una reflexión de Sócrates: «Sólo sé que no sé nada» -que en la traducción original al griego dice otra cosa-. Doy un aplauso al autor por este pensamiento filosófico que me hizo sentir que a pesar de la insignificancia de mi ser ante el universo vale la pena vivir. El escritor que hace vibrar aunque sea a una sola persona en toda su vida como trabajador de los vocablos, puede morir en paz y orgulloso por haberse ido con la  satisfacción de la labor cumplida. Cuando al prosista le emerge su alter ego de poeta y lo graba, lo cincela, lo esculpe en su creación le proporciona espíritu a lo escrito, es la sublimación de saber quién es y que la palabra es el motivo de su existencia. Está convencido del poder de la palabra y que ésta salva, renueva, revive…  renace. Todo está construido por palabras.

Nunca llueve sobre el Sáhara está constituido por 18 cuentos, no voy a reseñar cuento por cuento porque sino qué leen; pero sí escribo en general con relación a la obra. En lo referente a las atmósferas percibo la soledad y una nostalgia profunda, me remite a lo escrito por una amiga, Yamily Falcón quien leyó también el libro: «Nosotros los solitarios tenemos la cara llena de recuerdos». Porque así es en este libro, percibo que el inconsciente de escritor que lleva en su interior Pedro se hace presente en varios de los relatos. Esta complicidad que se tiene con la soledad y el silencio para crear mundos.

En los primeros relatos la época dorada del franquismo político y social es obvio y la sangre, el fuego y la muerte están presentes en ellos, en los demás también está presente pero ya de una forma en la cual se está consciente y se cuestiona a través del pensamiento de los jóvenes de los años sesenta que vivieron su momento histórico en España: La diferencia de las clases sociales, las costumbres y hábitos del pueblo y las sociedades beneficiadas por el franquismo que llevaban como letanía: «Hay que respetar a Dios, a la iglesia y al caudillo»…

En los últimos cuentos ya es un regreso a las narraciones del Tío Luis del primer relato como si fuera el protagonista de todas las historias del libro. En el último, que da título al libro existe un recurso muy acertado: la doble lectura y el manejo de tiempos. Uno: la vivencia con su nieta Giovanna en un presente con Internet, cigarros con filtro y sin Franco. Dos: el pasado con Laura, que se convierte en su presente y si le buscamos más, nos daremos cuenta de que existe un tercer tiempo que es atemporal, el viaje al paraíso, a la utopía, a la ilusión, a la fe y la conquista de un mundo ideal: La muerte, que es vida en todos los que estamos sanos por estar enfermos de esta locura quijotesca.

Nunca llueve sobre el Sáhara es un diario de un momento histórico vivido y escuchado a través de antiguas voces por parte de Pedro Martínez, quien sabe que la decisión de escribir un libro no termina con la publicación, sino… con un punto y aparte. Al titileo de las primeras estrellas en el cielo…

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OBED GONZÁLEZ (México, D.F.). Maestro. Ganador del Segundo Lugar Internacional de Ensayo en el Primer Concurso Interdisciplinario de Arte 2007, en Argentina; Mención Honorífica en el Primer Concurso Mundial de Poesía Erótica 2007, en Perú y Finalista en las disciplinas de Cuento; Poesía y Microficción en el Primer Concurso Internacional de Microficción Francisco Garzón Céspedes 2007, en España. Escritos de su autoría están incluidos en libros de ensayo, cuento y poesía de México; Perú, Argentina y España. Becado y egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM).

 

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Guillermo Ortiz López

 

Es extraño que el primer libro en solitario de un autor resulte más bien una antología, una mezcla de estilos pasados y presentes, con apuntes de futuro. En Nunca llueve sobre el Sáhara, Pedro Martínez no muestra las manos titubeantes propias de un escritor novel. Precisamente, porque no es un escritor novel.

Aunque su dedicación a la escritura fuera tardía, hablamos de un hombre que leyó de joven todo lo que había que leer y que ya lleva años y años publicando en prestigiosas revistas de Internet de todo el mundo. El libro se podría resumir perfectamente en una frase de su relato A un dios suicida: “(…) La sangre, el semen, la saliva, el orín, son el verdadero espejo del alma”.

Nunca llueve sobre el Sáhara está lleno de sangre, semen, saliva y orín. No al estilo Bukovsky o Burroughs, desde luego. Pero sus personajes se arrastran por las simas de las montañas, por los riscos, por las tragedias, por las calles de un Madrid de postguerra que huele a lentejas y entresijos. A verbena. Sus personajes están solos, con su alma y su cuerpo y su dolor. Es un libro lleno de dolor y nostalgia. De tristeza. Y es que la literatura no tiene por qué ser triste necesariamente, pero casi siempre el que escribe es un nostálgico, y con la nostalgia hay que tener un cuidado increíble. Escribir, a menudo, es volver a vivir aquello que nos hizo felices, o infelices, aquello que nos hizo sentir algo, en cualquier caso. Recordar los sentimientos y ponerlos sobre el papel no es fácil. Es doloroso, aunque catártico: uno deja de ser su propio cementerio y encuentra una tumba más accesible. Una urna donde esparcir las cenizas y guardarlas en la estantería.

En este libro de Pedro Martínez tenemos de todo, porque Pedro se atreve con todos los géneros. Tenemos costumbrismo, por supuesto. Costumbrismo madrileño. Pedro se maneja con maestría en el costumbrismo pícaro madrileño. Pero no sólo eso: tenemos recuerdos de la Guerra Civil, fábulas de la Asturias profunda, personajes solitarios y enloquecidos, inmigrantes que cogen el tren equivocado… Música de Triana que acompaña un viaje a Alemania rodeado de españolos.

Es un libro que va de menos a más, en mi opinión. Un libro que empieza con un niño en los años ’40 y que acaba con un abuelo moribundo en la era de Internet. Un libro que gana en soltura en los últimos relatos, como si Pedro hubiera decidido olvidarse un poco del estilo y se hubiera dejado llevar. El lector no puede sino emocionarse con sus triángulos amorosos, su reflejo de la injusticia, la entrañable pareja de viejos que anuncia una nostalgia futura —esto sí que es increíble— de Jugando con Alicia… probablemente uno de los tres mejores cuentos de la colección junto a Todos eran iguales, menos uno y Disparos en un parquin.

Pareciera que las teclas se sueltan y las ideas se confunden libremente, con personajes psicópatas, agresivos, situaciones improbables… Una ruptura, una evolución con respecto a la distancia y la sobriedad de estilo que destaca en los primeros relatos.

Por supuesto, hay compromiso social y político. Sería absurdo que un libro de Pedro, que ha dedicado su vida al compromiso social y político, no recordara ciertas realidades históricas. Guardias civiles y retratos de Franco. Maquis que vuelven a España con chocolate inglés en la maleta. Estraperlistas, bingueros… una serie de perdedores cuyo único delito fue nacer en el momento equivocado, en el país equivocado.

Pero Pedro no es un moralista. Pedro dibuja esa realidad a retazos, de manera que la tristeza, la injusticia, el dolor… están ahí, pero no obliga al lector a bebérselos como aceite de ricino para purgar sus culpas. No, simplemente, lo pone ante sus ojos, para el que lo reconozca.

Nunca llueve sobre el Sáhara es la primera obra de un autor consolidado. Sé que parece una contradicción, pero no lo es. En sus 144 páginas, Pedro Martínez nos regala partes del escritor que ha sido y sobre todo nos anuncia el que va a ser. Conviene prestar mucha atención, no vayamos a perdernos algo.

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GUILLERMO ORTIZ LÓPEZ. Escritor y periodista. (www.guilleortiz.com)